El boxeo y el deporte argentino están de luto debido a la muerte de Carmen “La Guapa” Montiel. La pionera del pugilismo femenino perdió la vida en la madrugada de este domingo en su incendio ocasionado en su casa del barrio Los Pinos, en el partido de La Matanza. Tenía 57 años y fue la segunda mujer en conseguir la licencia profesional emitida por la Federación Argentina de Box y llevó a cabo épicas peleas contra “La Locomotora” Oliveras y “La Tigresa” Acuña.
Según los investigadores se le cayó una estufa que estaba conectada a una garrafa y en el siniestro también murieron su mascotas, muy queridas por la boxeadora. Uno de sus vecinos la encontró sin vida luego de acercarse a la vivienda de Montiel.
La Guapa comenzó en el boxeo a los 31 años. Para marzo de 2002 se convirtió en boxeadora profesional, luego de concretar 22 combates amateurs. “Nunca pensé en dedicarme al boxeo. Si me lo preguntaban hace 20 años los hubiese tratado de locos. Igual de chica siempre miraba boxeo porque teníamos un televisor que sólo agarraba bien el canal 2 y todos los fines de semana pasaban peleas”. Carmen recordaba el entusiasmo de aquellos sueños que guardaba en la inocencia de la niñez: “Mi sueño siempre era dedicarme al fisicoculturismo y poder tener mi propio gimnasio. Quería generar un espacio donde las personas que tuvieran problemas, pudieran desarrollar el músculo y mejorar la calidad de vida”, supo evocar.
Sus inicios quedaron retratados en el libro “Abran paso” de Yésica Palmetta e Irene Deserti. “Empecé a entrenar pesas y como no podía pagar la cuota le dije al señor que iba a dejar hasta que tuviera la plata para volver. Me propuso que le pagara con trabajo para ayudarlo en la parte de rehabilitación con adultos mayores. Yo estaba chocha. Un día, voy a la parte de arriba del gimnasio, que nunca había ido, y escuché el ruidito de la soga contra el piso. Vi las bolsas de boxeo colgadas y le empecé a pegar a mi forma. Por joder. Cuando sonó el minuto de descanso salió el profesor, me moría de vergüenza. El tipo me dijo que si me animaba me enseñaba”, narró.
Después del clímax de su carrera, construida a base de derrumbar prejuicios, y con el currículum de haberse subido al ring con figuras como la Tigresa Acuña o Locomotora Oliveras, su nombre dejó de ser anunciado en los cuadriláteros: “No me retiré, no me conseguían peleas. Me decían que me iban a quitar la licencia porque nunca ganaba. Pero siempre peleaba con las mejores. Así nunca iba a ganar. Me hubiese gustado seguir boxeando un poco más. La federación me enterró. Soy la segunda licencia y no existo. Eso aún le duele. No esperaba laureles, pero al menos una mención especial entre los cuadros de las encumbradas que decoran el estadio de la FAB. Eso hubiese sido lindo…”. Nunca perdió por KO, una muestra de que su apodo no resultó azaroso.
Colgó los guantes. Continuaron las changas y la jardinería pasó a ser el espacio de creatividad para sanar el alma. Además, se dedicó a dictar clases en la casa o en la plaza con el afán de que los chicos sepan que hay algo mejor que estar en una esquina tomando o drogándose: “Mi único sueño pasó a ser el seguir conectada con el boxeo”.
Sin ese reconocimiento que merecía, con las dificultades económicas a cuestas, la muerte la encontró en su casa de La Matanza.