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Jugosa o cocida. ¿Cuál es el mejor punto de la carne?

Los expertos aseguran que la cocción depende del corte

Jugosa o cocida. ¿Cuál es el mejor punto de la carne?

Un ojo de bife recién salido de la parrilla, con su exterior crujiente y dorado, esperando que lo corten. Adentro, la gran incógnita: ¿estará jugoso o muy cocido? ¿Será de un tono rojizo y casi traslúcido o de un rosado opaco y homogéneo? ¿Existe acaso el punto de cocción perfecto, el que le debería gustar a todos?

La discusión es antigua y muchas veces se da dentro de una misma familia, donde cada comensal espera un punto de cocción distinto enloqueciendo al parrillero o parrillera de turno. Pero es en Twitter donde la grieta encontró una formidable caja de resonancia.

La metodología es siempre similar: algún usuario publica una foto de un trozo de carne (jugosa o muy cocida, no importa) afirmando que “así se debe servir la carne” y a partir de ahí arranca una catarata de respuestas agresivas exponiendo argumentos diversos. Qué la carne debe ser jugosa para poder apreciar sus sabores, que comerla sangrante es digno de salvajes, que eso todavía está mugiendo, que es una fiesta de bacterias, que en París y en Nueva York la comen así, entre más falsas verdades.

“Cada uno disfruta la carne como le gusta, no hay alguien que tenga la razón”, afirma Pablo Rivero, dueño de Don Julio, una de las más reconocidas parrillas de la Argentina, especialista en sacar miles de bifes y costillares por mes al gusto y deseo de cada cliente.

Pero luego arremete: “Dicho esto, sí considero que hay cortes, los llamados de primera, como el bife, el lomo, el cuadril, el peceto, que mientras más jugosos sean, más expresan su sabor y textura. Si los cocinás de más, pierden su singularidad, quedan todos iguales, duros y secos. En cambio, hay otros cortes que tienen mayor cantidad de colágeno o de grasa, como el vacío o un costillar, que se ponen más ricos y crocantes cuando están más cocidos.

También ahí hay algo cultural, que tiene que ver con nuestra historia y el modo de cocinar, donde este tipo de carnes se hacen por más tiempo al asador y pueden ganar el aroma de la leña. Por último hay cortes clásicos de olla, con mucho tejido conectivo, que ahí sí o sí tenés que darles mucha cocción para ablandarlos, sino son duros e imposibles de comer”.

En esa biblia culinaria que es La cocina y los alimentos, el investigador y periodista Harold McGee le da argumentos a Rivero. Mientras explica los cambios que se dan en la carne mediante la aplicación del calor, McGee asegura que la carne completamente cruda es poco sabrosa, pero que cuando al cocinarla, el daño físico que se le hace a las fibras musculares logra que desprendan más fluidos y, por lo tanto, más sustancias que estimulan el paladar.

“Esta liberación de fluidos llega al máximo cuando la carne está solo ligeramente cocinada o poco hecha”, dice McGee. Claro que no todo tiene que estar jugoso: como los cocineros lo saben, dorar (es decir, cocinar completamente) la parte externa de una carne a alta temperatura -lo que en jerga culinaria se llama reacción de Maillard- genera sabores y aromas intensos y deliciosos, por lo que una cocción perfecta de un bife podría ser un exterior dorado y un interior jugoso. ¿O no?

“El problema es que todavía muchos confunden las propiedades que están en los alimentos con las posibles respuestas que cada uno genera respecto a esas propiedades”, argumenta Carina Perticone, investigadora en historia de las culturas alimentarias argentinas.

“Las respuestas de cada uno no sólo son individuales sino que ni siquiera son estáticas, van cambiando a lo largo del tiempo. No es igual como comemos hoy que como lo hacíamos hace 50, 100 o 150 años”, dice. “Estoy cansada de leer esas discusiones absurdas, vigilar lo que cada uno elige meterse en su cuerpo es muy invasivo. Una cosa es educar el gusto dando de probar nuevos sabores, abriendo el abanico de posibilidades, y otra es creer que uno puede educar sobre lo que debe gustarte. Eso es de fachos”.

Para Carina no existe un modo de cocción correcto, sino tan sólo maneras más o menos adecuadas según cuestiones bromatológicas y modelos de sabor adquiridos. “Pero una cosa es meterse en el cuerpo ajeno por un tema de salud pública y otra muy distinta hacerlo para marcar el placer o displacer de cada uno”.

El lugar común afirma que a los argentinos nos gusta la carne menos jugosa que en otras grandes urbes del mundo, en especial en aquellas que dictaminan buena parte del mandato culinario triunfante. Incluso se dice que esto es herencia de los gauchos, quienes cuereaban una vaca en medio del campo y la chamuscaban sobre el fuego manteniendo así una leyenda desmentida por los propios cronistas de aquellos años.

En un artículo publicado por el Instituto de Promoción de Carne Vacuna (IPCV) se compilan varios documentos históricos con datos contradictorios, mostrando que esta divergencia tiene más años que la propia independencia de la Argentina. En el siglo XVIII Calixto Bustamante Carlos Inca relató que los gauchos enlazaban una vaca o novillo salvajes, lo derribaban, le quitaban su cuero y asaban la carne. “Mal y medio cruda se la comen, sin más aderezo que un poco de sal, si la llevan por contingencia”. Similares palabras dice Cayetano Cattaneo, un jesuita italiano de esa misma época que escribió: “Matan una vaca o un toro, y mientras unos lo degüellan, otros lo desuellan y otros lo descuartizan. Enseguida encienden en una playa una fogata y con palos se hace cada uno un asador (…). En menos de un cuarto de hora, cuando la carne apenas está tostada, se la devoran por dura que esté y por más que eche sangre por todas partes”. En cambio, del otro lado del espectro, el capitán Alexander Gillespie -que fue parte en la primera invasión inglesa en 1806- describió en un libro cómo eran los asados camperos de esos años, asegurando que “la carne se asaba, o, más propiamente, se quemaba”.

Con sus estrellas Michelin y su potencia exportadora de modas, los mejores restaurantes de Europa y Estados Unidos definieron que la carne tierna debe ser servida jugosa, al menos más jugosa de lo que se estilaba en la Buenos Aires de las últimas décadas de siglo XX. Esto también está hoy cambiando: desde el año 2000, con la llegada masiva del turismo favorecido por un dólar económico, y con parrillas que lograron fama mundial (como la mencionada Don Julio, pero también La Brigada, La Carnicería, Happening, Las Lilas, Corte y muchas más), hoy no hay restaurante especializado en carnes que no trabaje los puntos de cocción a la medida y requerimiento de cada cliente, recomendando puntos jugosos para las carnes magras (en algún caso llegando hasta servir bifes crudos en su interior, con un centro que no levanta temperatura).

“Un enólogo me enseñó que uno nunca debe ponerse a ser docente en la mesa de otro”, afirma Germán Sitz, de La Carnicería. “Para mí, en lo personal, por una cuestión de anatomía y mapeo de la media res, hay puntos que son ideales para cada corte. El tren de bife expresa su mejor punto cuando está jugosa. La costilla cuando está a punto. Y si proviene de un animal más grande, le viene bien una cocción más larga. Pero luego está tu gusto. Si una persona quiere comer un lomo o un bife de chorizo y lo quiere bien cocido, está en su derecho y lo vamos a respetar”. Sobre gustos, se sabe, hay mucho escrito.


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