Hacía tiempo que Cristina Fernández no tomaba, como sucedió la última semana, las riendas del poder cotidiano. Al margen de sus temas dilectos: las disputas con la Corte Suprema o la fiscalización de la economía que conduce Sergio Massa.
Los días en que ejerció el Poder Ejecutivo, mientras Alberto Fernández estuvo con Joe Biden en Washington, apenas disparó un tuit contra un senador republicano (Ted Cruz) que la calificó de corrupta. Los fantasmas volvieron a rodearla cuando el asesinato de un colectivero en La Matanza produjo un conato de indisciplina popular.
El episodio se registró en un contexto peligroso. Por tres razones. La inseguridad se coloca en la primera línea de la discusión pública cuando despunta la campaña electoral. Mantendrá esa permanencia y ese potencial porque la situación económica no ayuda a compensar nada.
Por el contrario, profundiza el malestar y la crisis estructural. El Gobierno y la coalición oficial poseen incapacidad para enfrentar tales desafíos por ausencia de nociones y el canibalismo político desatado en su interior.
La desesperación que envolvió a la vicepresidenta se explicó por otro motivo. El estallido fue en Buenos Aires, no en Rosario. Con la criminalidad narco en la ciudad santafesina nunca se metió.
La provincia es la fortaleza política donde pensaría refugiarse en caso de que el oficialismo –hipótesis cada día más probable- pierda la elección nacional. La Matanza constituye su lugar en esa provincia. Como El Calafate en Santa Cruz.