Fue al principio de la pandemia. En Montevideo acababa de decretarse el aislamiento obligatorio y una amiga de Ania se había mudado a una comunidad de coliving, una forma de vivienda compartida para personas afines que resultó casi un escape de las restricciones por el virus: eran veinte, eran jóvenes, tenían juegos, sala de cine y de pool, actividades compartidas a diario, y organizaban fiestas todos los sábados.
“El mundo se había cerrado y nadie podía ver ni a sus familias, pero nosotros estábamos juntos continuamente y nos divertíamos. Era como estar en Disney”, dice Fio, que vivía en esa comunidad cuando Ania llegó invitada por su amiga a una de las fiestas de los sábados. Ania estaba recién separada de su novio de toda la vida, tras diez años en pareja –los últimos con convivencia y perrito en común incluidos–, y empezó a sumarse cada fin de semana. Se hicieron amigas casi a primera vista, y con la intimidad del encierro y el grupo, se contaron sus historias y sus secretos sin mucho preámbulo.
Fio es bióloga marina y venía de hacer su tesis de grado en la Antártida. Tiene 31 años y dice que cuando tenía 15 se dio cuenta de que le pasaba algo distinto que al resto de sus compañeras. “En ese momento no había muchos referentes y me llevó un tiempo entenderlo. Pasé muchos años culpándome, me preguntaba por qué no me gustaban los varones y listo –cuenta ahora –. Recién a los 18 pude decirle a mi familia que me gustaban las chicas. Y el primer día estuvo todo bien, pero después lo pensaron y fue difícil. Me decían que estaba loca o confundida, que ya se me iba a pasar”. Fue un proceso personal muy duro hasta que logró aceptarse ella misma, y con eso llegó también la aceptación de su entorno. “Entonces sí, fui feliz”, dice.
Ania tiene 30 años, es educadora social y trabajó hasta hace unos meses en un centro juvenil para chicos de contextos desfavorables. Cuando conoció a Fio sintió algo muy fuerte que no le había pasado nunca antes. Primero tuvo que pasarlo en limpio, entender que también podía gustarle una mujer. Lo habló con su psicóloga y con sus amigas: ¿Realmente se estaba enamorando? Y si era así, ¿cómo hacía? Tenía muy claro cómo encarar a un hombre, pero no sabía cómo avanzar con una chica: ¿Y si pensaba que sólo quería ser su amiga? “No sabía cómo expresarlo”, cuenta. Pero dice también que no se dio por vencida.
En efecto, Fio no registró ninguna de sus indirectas. “Yo vivo en una burbuja y nunca interpreto las señales que me tiran”, dice entre risas. Cuando Ania la invitaba a andar en bici o a tomar algo, no le parecía una cita: “Caía siempre con mis amigas del coliving, porque juraba que nosotras también éramos amigas”.
El 18 de diciembre de 2020 Ania festejó su cumpleaños y su invitada más importante era Fio. Se lo había contado a todos y la expectativa era grande. Pero en medio de la noche recibió un mensaje de Whatsapp que casi termina con la ilusión. “Feliz cumple, que pases lindo”, le escribió Fio en perfecto uruguayo. Le mandó un beso y se despidió. No pensaba ir. En realidad, no podía. Todo el grupo había alquilado una casa en La Pedrera para pasar Año Nuevo en la playa y habían decidido aislarse preventivamente. Ninguno quería contagiarse y perder las vacaciones.
Ania podría haber desistido ahí mismo de cualquier idea romántica, pero cada negativa de Fio la hacía estar más segura de que quería estar con ella. Para fin de año viajó con una amiga a Punta del Diablo, y cuando a las dos de la mañana les avisaron que había fiesta en La Pedrera, no dudaron aunque estuvieran a cien kilómetros. Consciente o inconscientemente, estaba yendo a buscarla.
Esa noche en la playa, entre el baile y el brindis, Ania se animó a acercarse. No hubo palabras, dicen, sino una coreografía corporal que las encontró abrazadas. “Finalmente me avivé”, se ríe Fio. A Ania el primer beso le voló la cabeza: “Piraba en colores. Era la primera vez que estaba con una mujer, y era ella, ¡y me había dado bola! Me parecía todo una locura, estaba feliz, y también ansiosa”.
Se despidieron al amanecer, y a la mañana siguiente Ania pasó a saludarla antes de volver con su amiga a Punta del Diablo. La excusa era devolverle un buzo que le había prestado, pero se vieron apenas unos minutos y fue raro. Parecía que toda la magia de la noche anterior se había evaporado con la luz del día. Fio dice que todavía estaba tratando de entender qué le pasaba. “Para mí, Ania era una amiga. No sé qué pasó esa noche, pero cuando la vi venir al otro día me dio un ataque. ‘¿Qué hace esta mujer acá otra vez? ¡Que se vaya!’ La traté casi como si no la conociera”.
Siguieron seis días de angustia. Ania le mandó varios mensajes, pero no tuvo respuesta. Es que para ella cada día sin noticias pasaba demasiado lento. Pero tampoco era fácil para Fio, que siempre había tenido parejas estables hasta ese 2020 de pandemia que fue su año de soltería. “No sabía qué me pasaba y no quería engancharme otra vez con alguien. Decía, ‘Vengo tan bien, tan bárbara, estoy tan libre, ¿para qué?’ Y a la vez estaba buenísimo, porque era Ania, que ahora que lo pensaba me había gustado desde el principio. Ya la conocía, habíamos tenido charlas profundas y la pasábamos genial juntas. Pero también podía salir mal y perderla como amiga. Entre tanta confusión, en esos seis días puse el teléfono en modo avión”, dice.
Y el séptimo día encendió el teléfono. “Teníamos de intermediaria a Michi, la amiga de Ania que vivía conmigo en el coliving, nuestra gran amiga en común. Y como yo no contestaba, Ania le escribía a ella para preguntarle qué había pasado, quería saber en qué momento la había cagado, si había hecho algo mal, si había roto nuestra amistad… ¡estaba con un ataque de ansiedad tremendo! Me daba cosa que la estuviera pasando tan mal”, dice Fio sobre por qué se decidió a hablarle de nuevo. En cuanto dijo “Hola”, arrancó el ida y vuelta de lo que había quedado en suspenso.
Habían pasado diez días desde Año Nuevo cuando Fio agarró su auto y volvió a La Pedrera para encontrarse con Ania otra vez en la playa. Ella estaba en Cabo Polonio y pusieron un punto medio. “Yo no trabajaba en enero y con mis amigas teníamos el verano planeado, íbamos de un lado a otro y nos quedábamos un par de días en cada balneario. Ya tenía dos noches de hostel pagas, pero cuando Fio me dijo que venía, me subí al primer bus para ir con ella. Mis amigas no entendían nada”, cuenta. Dice que no puede explicar los nervios que tenía a medida que se acercaba al punto de encuentro.
Ese fin de semana hicieron vida de pareja. Fio tenía que volver a la oficina, pero ya no querían separarse. Volvió a buscarla cada fin de semana en una playa distinta. Era amor, pero era también la complicidad perfecta de dos que se conocían como amigas. “Fue como si hubiéramos estado juntas toda la vida, porque aunque nos habíamos visto por primera vez hacía menos de un año, entre el encierro y el grupo todo se había vuelto intenso y sabíamos todo de la otra, no había nada que pudiéramos ocultarnos”, dice Fio. Con esa misma intensidad empezaron a proyectar su futuro.
Era todo felicidad, pero faltaba una prueba. Ania habló con su familia antes de presentarles a su nueva novia. “Fue complejo que entendieran, porque siempre había tenido relaciones heterosexuales, y la última había sido muy larga. En mi casa son muy estructurados y pensaban que el paso siguiente era que me casara. Fue shockeante para ellos. Pero lo más importante era que todas mis amigas lo sabían y tenía su apoyo, con ellas sí podía hablar naturalmente de lo que sentía –cuenta–. Hasta que se lo conté a mi vieja. Yo no me escondía para estar con Fio, desde el primer momento me pareció natural ir de la mano por Montevideo, y tenía miedo de que nos vieran y mi madre se enterara por otros de que estaba con una chica. Fue un proceso y tuvo que abrir su cabeza, pero también me apoyó mucho. Con el resto de la familia fue más difícil, pero yo estaba muy convencida de que era mi vida y de que el que me quisiera me iba a querer de la manera en que era”.
Hacía años que las dos querían viajar por el mundo. Fio había trabajado en un hostel a los 18 y había conocido gente que iba sola con su mochila a los lugares más remotos. Siempre había querido probar esa vida y estaba cansada de la rutina de la oficina. A Ania le pasaba algo parecido: “Siempre tuve la idea de que había otro mundo, desconocido, pero me costaba imaginarme fuera del mío. Dos años antes había estado dos meses con mi ex en Asia y ahí sí hubo un momento clave: en una isla en Filipinas conocí a siete argentinos que, mientras tomábamos mate, me contaron que vivían en Australia. Trabajaban tres meses y viajaban otros tres. Decían que se podía ahorrar mucho y pasarla muy bien. Fue ver otra realidad que no tenía idea que fuera posible. Me dieron ganas de hacer lo mismo”.
Las ganas de las dos se convirtieron entonces en un plan concreto y compartido. A Fio la limitaba su carrera, pero cuando en febrero de 2021 defendió su tesis, ya no había nada que la atara más que estar con Ania. Y para Ania, que se había animado a dar vuelta su vida por su historia de amor, la travesía por el mundo ya no parecía tan imposible: “Me empecé a plantear en terapia si las cosas que estaba haciendo eran porque quería hacerlas o porque eran exigencias: que todo el mundo tiene que estudiar, trabajar ocho horas toda la semana, tener una carrera, un marido, hijos. Y cuando me di cuenta y abrí una puerta, todas las demás se abrieron juntas. Fue un cambio de 180 grados para mí”. No querían escapar de nada, sino cumplir su deseo.