En vísperas de la Navidad de 2017 encontré 100 euros tirados en la vereda de Plaza del Emperador Carlos V, centro de Madrid, durante un rodaje de Álex de la Iglesia (director, entre otras grandes películas, de “El día de la bestia”).
Sin nadie alrededor ni chances de encontrar al portador anterior del billete, me lo guardé en un bolsillo del jean. Una mañana de suerte; para mí, obvio. Tercer puesto en el torneo de la fortuna: de haber sido un billete de 500 euros, habría sido campeón mundial o al menos europeo; de 200; subcampeón. Faltaba chequear que no fuera trucho. No lo era. Lo confirmé esa misma noche: me compré, en un shopping repleto de consumidores navideños, unos buenos borceguíes de marca que me salieron ese precio: los tengo puestos en este instante.
Recuerdo aquella anécdota porque en Infobae me proponen salir a comprar productos con flamantes billetes de 2.000 pesos, los de mayor valor en la Argentina, por los alrededores de la redacción: pleno Palermo. Me miro el calzado español (en realidad, fabricado en Camboya), un poco gastado pero todavía noble, y me hago un replanteo acerca de aquel golpe de suerte. Los mismos borceguíes cuestan hoy 54.000 pesos. Para repetir la hazaña involuntaria en Buenos Aires debería encontrar 27 billetes con las caras de Cecilia Grierson, primera médica recibida en nuestro país, a finales del siglo XIX, y de Ramón Carrillo, neurocirujano, neurobiólogo y médico sanitarista, primer ministro de Salud de la Nación durante los gobiernos de Perón en los 40 y 50.
Sin dudas, pienso, aquella vez tuve mucha fortuna. O ahora no tengo tanta. O pocos argentinos la tienen. O no se trata de suerte. No importa, no vamos a escribir una nota sobre economía política ni distribución del ingreso. Sigamos el lúdico planteo del azar: el que se encuentre hoy un billete de 100 euros -ni hablemos de uno de 200 o de 500 euros, que dejó de emitirse en 2019 para evitar el blanqueo de capitales o el fraude fiscal- puede cambiarlos por 107 dólares. Si el billete hallado fuera de 2.000 pesos, en cambio, habría que buscar un arbolito y superar la ilegalidad y el ridículo para hacerse de... 4 dólares. Se dice que los cueveros del microcentro se quejan y aseguran que este país es poco serio cuando reciben bolsos enteros con pesos para cambiar 10 o 20.000 dólares.
Pero basta de bimonetarismo especulativo. Elegimos un bar porque nos gusta el nombre, Il dolce far niente, y porque nos dijeron que tiene precios accesibles para la zona. Fitz Roy 1612. Nos atiende Marcos, el dueño, un muchacho simpático. Primero vamos a por el whisky de media tarde: sabemos que estamos en horario laboral, pero también que no nos va a alcanzar el billete. Estamos en lo correcto: un scotch importado oscila entre los 4.000 y los 9.000 pesos. ¿Y una porción de torta? Lemon pie, 1.600 pesos; Matilda, 1.700. El problema es que la dupla de científicos argentinos no es suficiente para sumarle una infusión. ¿Con qué bajar el dulce? Descartamos pedir agua de la canilla en un barrio bien. Optamos por un café simple para llevar: 500 pesos y nos queda un buen vuelto. Tal vez porque le damos lástima, tal vez porque le damos gracia, Marcos nos dice que invita la casa.
Todavía con antojo de dulces, caminamos hasta un kiosco de golosinas cercano, en Fitz Roy 1707. Nos atiende Cande, otra joven simpática. Simpática ella, no tanto los precios, que le hacen un desaire a nuestro billete máximo. Un chocolate grande, aquel de la vaquita violácea, cotiza 3.800 pesos, casi dos pares de científicos notables. Entramos en un limbo de indecisión, hasta que optamos por algo más austero: alfajores. Nos tientan unos que se llaman con el apodo de un famoso bailarín de tango, cuyo nombre verdadero era Ovidio José Bianquet: 450 pesos cada uno. Nos llevamos cuatro, de distintos sabores. Con el vuelto no nos alcanza para una pila (400 pesos), una maquinita de afeitar descartable (600 pesos), ni mucho menos para un atado de cigarrillos rubios (800 pesos, además no fumamos). Vamos con el puñado de caramelos.
En Honduras 5318, entramos en Rucio Moro, un local de comidas rápidas atendido por hermanos venezolanos, empáticos en lamentos inflacionarios. Sillas plásticas, globos coloridos, lucecitas parpadeantes, caballos dorados en sus patas traseras, horario de corrido de dos de la tarde a siete de la mañana. El interés que muestra Brian, uno de los muchachos, por el nuevo billete es menos histórico que comercial. Al margen de las medidas de seguridad informadas por el Banco Central, aplica, pragmático, el método de la raspadita para verificar su legalidad: lo frota contra un papel blanco, sobre el que queda impresa una estela morada. “Ok, morado. El de 1.000 es amarillo; el de 500, naranja; el de 200, rosado”, nos alecciona.
Ahora tratamos con Brian el pavoroso tema de la capacidad de compra del billete de 2.000. Escasa o muy escasa. La línea hamburguesas queda descartada. La más barata, simple de carne, cuesta 2.400; la más generosa, la venezolana, 3.700. Los sánguches también están fuera de nuestro alcance. Sólo nos quedan estas opciones: perro caliente (1.200 pesos), pancho (pensábamos que era lo mismo que perro caliente, pero no; 800 pesos). Gaseosa, también 800. Lo posible: perro caliente con gaseosa (2.000 redondos), sin propina; o arepa, a 1.800, sin bebida. Las arepas son como bombas molotov: pueden ir rellenas de chuleta, chorizo colorado, porotos negros, etc, y son selladas con queso blanco o amarillo. Típicamente venezolanas, nos dicen: sin lugar para los débiles.
Dejamos el rubro gastronómico -suficiente por una tarde- y nos adentramos, sin esperanzas, en un local de ropa. Mancini, Honduras 5140. Nos atiende Nacho, vestido muy elegante y con un piano con candelabros como decoración a sus espaldas. Sin perder la cortesía, nos pone cara de que no vamos a llegar muy lejos con el nuevo billete. Una camisa cuesta 45.000 pesos: 22 billetes y medio de los nuevos. Un cinturón, 15.000; un perfume de la casa, 13.900; las remeras, en oferta especial, 7.900. Hasta que Nacho recuerda que tiene un par de medias cortas a 1.390. Eso es todo: ni las examinamos, igual van a quedar ocultas bajo los borceguíes.
En la ochava de Honduras 5102 golpeamos la puerta metálica de Estudio Clamor, moderno local de arquitectura y decoración de la más elegante y sofisticada. Claudia nos recibe con amabilidad y muestra interés en el nuevo billete: conoce a ambos científicos, pero ignora que Carrillo fue ministro de Perón, sólo recuerda que existe un hospital con su nombre. Apenas un producto de su local está al alcance del billete que esgrimimos: un spray ambiental, con fragancia a fresias, higos y rosas. Cuesta 2.100 pesos, pero nos hace el diez por ciento por pagar en efectivo. Hablando de rosas: en la calle venden rosas rojas a 500 pesos cada una. Un ramo de cuatro es el máximo romanticismo que podemos permitirnos.
RELATO DE INFOBAE