Que una mujer se enamore del amigo de su hija que tiene 19 años menos, podría ser considerado por muchos un sacrilegio.
De la misma manera, que ella con cinco hijos se vaya a vivir con él y luego se case por iglesia con vestido blanco también podría constituir un desafío que interpele a todos dentro y fuera de la familia. Sin embargo, contra los pronósticos más agoreros, los amores desparejos pueden resultar muy felices y duraderos. La historia de Silvia Salsamendi (59) y Pablo Ortiz (40) justamente viene a ser una prueba incontestable de que las formas del amor son infinitas y que pueden subvertir con éxito las costumbres sociales.
Infancia no muy feliz
Silvia nació el 10 de diciembre de 1962. Su papá era militar retirado y su mamá una ama de casa que dependía ciento por ciento de su marido. Fue la segunda de cuatro hermanos y sufrió mucho la severidad de su padre machista y la sumisión de su madre para con él. Ella era la hija contestataria, por ello la que ligaba los golpes del padre. En su adolescencia, enamorada en silencio de un amigo de su tío que se llamaba Ruben, dejó de comer. Sufrió anorexia, se le fue la menstruación y terminó girando por los médicos en busca de un diagnóstico para su amor platónico. Mientras, se aseguraba a sí misma que ella nunca iba a ser dependiente de alguien como su madre, que iba a estudiar y decidiría sobre propia vida.
Una noche estaba con su hermano Carlos en el balcón del PH donde vivían con su familia, en el barrio porteño de Villa Real, tomando una gaseosa. De pronto, vieron pasar por la vereda de enfrente a un grupo de chicos. Algunos eran amigos de sus hermanos, otros no. Uno de los desconocidos la miró con insistencia. Los jóvenes subieron a tomar algo. Ese chico que la miraba resultó llamarse Luis. Una tarde Luis la invitó a tomar un helado. Pasaron los meses y se pusieron de novios. Pero el padre de Silvia era muy rígido y se opuso. La mandaron a Tucumán a la casa de una abuela para que olvidara el romance. Pero Silvia era rebelde y atrevida. Le inventó a su padre que estaba embarazada, aunque la verdad era que nunca había tenido relaciones con su novio ni con nadie. El padre se creyó el cuento y le mandó, enseguida, un pasaje para que volviera a su casa.
Se encontraron por primera vez en una confitería cerca de Cabildo y Juramento. Después de esa reunión, todo desembocó en una noche apasionada
Al llegar le recriminaron su conducta: “Me dijeron puta, que era un mal ejemplo para el resto, que tenía que acatar las normas o irme. Me fui a pasar una noche a la casa de una tía y, después, me instalé en la casa de mi novio con mis suegros que vivían en la portería de un edificio. ¡Eran unos suegros bárbaros! Busqué trabajo con la ayuda de mi suegra Elvira y empecé en una boutique de unos coreanos que me tomaron cariño. Al tiempo, se nos metió en la cabeza que nos queríamos casar. Pero yo era menor de edad… necesitaba el permiso de mis padres. Finalmente, a regañadientes, mi papá me lo dio”.
El error de la dependencia
Silvia continúa con su relato: “El casamiento fue por civil y pareció más un velorio que una celebración. Por esa época, Luis se había recibido de técnico electrónico y yo seguía trabajando con los coreanos. Elvira era un amor… me malcriaba, me hacía lo que yo quería para comer y se ocupaba de mi ropa. En ese momento, lo único que yo quería era ser mamá pero, al principio, no me quedaba. Por fin, un día el análisis me dio “positivo” y fui feliz. El 22 de febrero de 1983 nació Sebastián, mi hijo mayor”.
Antes de que naciera el bebé, alquilaron un departamento para ser independientes, pero cerca de los suegros de Silvia: “Todo muy hippie, sin un mango, pero muy feliz”, recuerda ella.
Cuando a Luis le empezó a ir mejor, Silvia decidió dejar de trabajar para tener más tiempo para su hijo. Notaba que Sebastián pasaba todo el día con su suegra y casi no la reconocía. “Fue mi gran error. Yo, que nunca había querido depender de un hombre como había hecho mi madre, terminé dependiendo en forma total. Nos mudamos a una casa en Villa Pueyrredón con patio y terraza para Sebastián. Lo cierto es que Luis se fue mostrando cada vez más posesivo. No te pongas esto, no hagas tal cosa… pero, bueno, éramos felices. Luis trabajaba en el círculo del personal civil de la Fuerza Aérea, pero un día empezó a decir que quería trabajar por su cuenta y renunció. Yo no estaba para nada de acuerdo porque necesitaba la obra social y ya estaba embarazada por segunda vez. Mi suegro también le dijo que no lo hiciera. Pero Luis no hizo caso y en 1986 dejó su trabajo estable y puso, con un socio, un negocio. El socio lo terminó jorobando y nos quedamos en pampa y la vía con Sebis chiquito y yo por parir a Brenda que nació el 28 de enero de 1987. Luis conmigo era buenísimo, hacía todo por mí. Pero estaba obsesionado y era muy celoso. Se ocupaba de todo y ¡hasta me lavaba el pelo! Me cansé y empecé a sentirme agobiada. Tenía ganas de tener otra vida”, reconoce.
Vocación por estudiar
El estudio era algo que le había quedado en el tintero. “Siempre me venía a visitar una de mis mejores amigas del colegio que estaba estudiando ingeniería. Yo empecé a sentir una gran frustración por no tener una carrera. Empecé a cuestionarme. ¿Cómo era que yo que había presenciado la dependencia de mi vieja con mi padre había terminado no estudiando medicina como deseaba y siendo una mujer totalmente dependiente?”, se preguntaba la mujer.
Pablo siempre encontraba excusas para ir a su casa, alguna duda, algún oficio, su amiga Brenda
“Otro día, me encontré en la casa de unos familiares con una prima que me contó que estaba por recibirse de abogada. Ella también era madre. Entonces, me dije, tengo chicos, pero si me organizo puedo estudiar. Pero no teníamos un peso… ¿cómo iba a hacer? Medicina no podría ser, era muy larga y con prácticas, pero podría estudiar derecho. Me dije: si puedo leer, puedo estudiar. Cuando lo conté, todos me dijeron que estaba loca. No me importó y me anoté igual en el CBC de la UBA”, recuerda Silvia.
Cuando empezó el CBC, su hija menor Brenda tenía 2 años. Pero ocurrió un imprevisto: “Cuando me van a hacer todos los análisis para el CBC, escucho que el médico le dice al radiólogo: “Placa a ella no porque está embarazada”. ¿Podés creer que no me venía desde hacía tres meses y yo pensaba que era por estrés?”
Silvia se desesperó. Tuvo varios ataques de llanto.
“No quería otro hijo ¿cómo iba a estudiar? Al final, me enfoqué y dije: bueno estoy embarazada, pero voy a estudiar igual. Me mandé al frente con todo. Incluso llegué a limpiar casas para poder comprarme apuntes porque teníamos muy pocos recursos económicos. Luis me amaba, hacía buena letra y seguimos adelante aunque yo no estaba convencida de la pareja. Un día, cuando estaba por dar la materia Derecho Constitucional, me sentí muy mal. Después de rendir, fui al Hospital Pirovano. Me internaron porque decían que había sufrimiento fetal. Yo quería vivir, creo que en ese momento pensaba más en mí que en el bebé en camino… Al día siguiente me hacen mi tercera cesárea y me dicen: es una nenita”.
Era 19 de octubre de 1989. Había nacido Giuliana Noelia, a la que siempre le dijeron Yuli. La bebé fue a parar a la incubadora. “Cuando pude ir a verla, de pronto, la amé con toda intensidad. Mi negrita, ¡era tan chiquita! Recuperó peso y al tiempo me la llevé conmigo a nuestra casa”.
Silvia pudo cumplir el sueño de casarse por iglesia y de blanco, junto a Pablo el amor de su vida
Llevar una doble vida
El estudio continuó. El cuatrimestre siguiente rindió un par de materias, pero no mucho más. Estaba al límite con sus tiempos. Pero tenía capacidad, memoria y decisión. Le tocó rendir Derecho Internacional Público casi sin poder estudiar y eligió como tema Malvinas. Aprobó. Decidió organizarse mejor para poder terminar la carrera y se dejó dos días libres por semana para cursar.
Luis ya tenía trabajo y Silvia estaba en buena relación con sus propios padres. Todo parecía encarrilarse. Pero la vida le dio una sorpresa.
Una tarde, cuando Yuli tenía ya dos años, cayó de visita a su casa aquel tío… con su amigo Rubén.
“Fue una sorpresa. Yo le conté que de adolescente había estado enamorada de él y nos reímos mucho. Eso le dio pie… y un día se cayó a buscarme a la facultad. Lamentablemente sucumbí y nos hicimos amantes”, admite Silvia.
Sedienta de cambios Silvia se animó a una doble vida: “Lo veía los días que iba a la facultad. Esa vida paralela duró cuatro años. Cuando decidí separarme porque era claro que no iba más, los dejé a los dos: a mi marido y a mi amante”.
Abogada al fin y nuevo amor
En el año 1994 Silvia se recibió de abogada. Con el título terminó por asociarse en el mismo estudio donde ya estaba trabajando como empleada. Fue su socio quien le posibilitó la libertad: le salió de garante para alquilar un departamento en Belgrano donde Silvia se fue a vivir con sus hijos. Ahora era una divorciada, de 33 años, con 3 chicos.
Al comienzo, todo fue clandestino. Silvia se preguntaba cómo iba a encarar el tema. ¿Qué iba a decir Sebastián el mayor de sus hijos que todavía estaba muy mal por la muerte de su hermana?
“Fue una adolescencia total, todo lo que no había vivido porque me casé muy joven, lo viví en ese tiempo. Cuando los chicos se iban con el padre, me la pasaba de fiesta en fiesta y salía a bailar a Pachá. Disfrutaba de la libertad total, me ponía minifaldas y usaba el pelo platinado. Una tarde me estaba preparando para salir y vino mi hermanito Diego. a quien le llevo 9 años, con un amigo suyo que estaba deprimido porque se había peleado con su novia. Se llamaba Manuel y era 4 años más chico que yo. Después de esa noche Manuel, que estudiaba Ciencias Económicas, comenzó a llamarme por teléfono. Otra vez me invitó a cenar a su casa y se largó a llover. Me quedé a dormir, pero no pasó nada. Al poco tiempo empezamos a salir. Era el tercer hombre de mi vida. Teníamos una relación aventura con mucha pasión. Tres meses después nos peleamos por una tontería y terminamos. Pero dos semanas después no me sentí bien y me hice un Evatest… estaba embarazada. Yo no quería decirle, ¡habíamos salido muy poco! Al final, lo llamé y se lo conté. Manuel me respondió: ¿Qué pensás hacer? Yo le dije que lo quería tener, pero que bajo mi responsabilidad. Y él entonces respondió: Está bien, tengámoslo porque yo te amo”.
Se mudaron juntos con los chicos de Silvia. Era el año 1996. El 12 de enero de 1997 nació el cuarto hijo para Silvia al que llamaron Juan Manuel.
Pero paciencia… porque todavía no ha llegado el verdadero amor de su vida.
Cuando el dolor lo tiñó todo
La vida la fueron surfeando muy bien. Pero todo tiene un final. Un día de octubre del 2001, Yuli llegó con dolor de panza a su casa. No debía ser nada. Estaba por cumplir doce años. Otro día de esos “llegó muy excitada diciendo que se había desmayado en los brazos de la chica que me ayudaba a cuidarla. La llevé al médico de guardia. Yuli perdía un poquito de sangre y el doctor creyó que era la menstruación”.
Silvia relata que un par de días después la vio llegar del colegio, arrastrando la mochila con sus rueditas, y la vio muy pálida. “Nos sentamos un ratito al sol y ella me pidió banana con dulce de leche. Se la preparé, pero cuando se la di me dijo: Ay no, tengo náuseas. Y después me pidió que la llevara al médico. La llevé a su médica de cabecera. La ve y me dice que pareciera tener un problema renal y la dejó internada. Luego, la prepaga la trasladó a la Clínica Nueva Mitre, de Ramos Mejía. Ahí nos atienden unos doctores que nos dicen que lo que tiene es neumonía… ¡Fue una semana de terror en la que no hicieron nada! Solo le daban suero y prometían que iba a venir el nefrólogo pero nunca venía. Yuli tenía fiebre y se sentía muy mal. El sábado 10 de noviembre Yuli respiraba muy mal, yo veía que mi hija estaba gris. Fui corriendo a llamar a los médicos y me mandaron…¡un psiquiatra! Yuli, hija, le digo, estoy acá. Y ella me respondió (Silvia llora) “mamá no veo”. Se estaba yendo por partes… Mi hija estaba agonizando. Se la llevan a terapia y yo llamó a todos y les digo que se muere que vengan a despedirse. Al rato baja de terapia el médico con el guardapolvo todo rojo de sangre. Se había muerto. Subí a terapia enloquecida y había sangre por todos lados. Después con la autopsia supimos que tenía los pulmones inundados de sangre y que lo que había tenido era un síndrome autoinmune neumorenal llamado Goodpasture”.
En el 2004 Pablo fue a su estudio para pedirle ayuda por un accidente laboral. Hablaron mucho, de un tema saltaron a otro y él le contó que quería casarse con su novia con quien había perdido un bebé
La abogada tenaz
El retraso y la desidia en llegar al diagnóstico para administrarle el tratamiento adecuado fue lo que condujo a la muerte de Yuli.
“Con el tiempo empecé a razonar que no la habían atendido bien. Empezamos a investigar y mandamos un oficio al Ministerio de Salud. ¡Resulta que las matrículas de los dos médicos coordinadores que la habían atendido en esa clínica eran falsas! La clínica fue de terror, no hizo nada. Denuncié a la clínica y descubrí otros casos. Me cargué al hombro el juicio penal y me puse como abogada querellante. En el 2006 tuve la sentencia: Homicidio simple por dolo eventual”.
Silvia siguió como pudo con su vida. Pero la tristeza se mudó a su pareja: “Nos mirábamos y llorábamos.
Ya en el 2003 estábamos en crisis con Manuel porque estábamos instalados en el dolor”.
Ese año fue que Silvia conoció, ahora sí, al amor de su vida: “Pablo, era amigo de mi hija Brenda. Iba a mi estudio, que en ese momento estaba en la calle Paraguay, cerca de la Facultad de Medicina. Brenda venía con su pelo rosa y Pablito llegaba vestido de grande y solo tenía 19 años (había nacido el 11 de abril de 1982). Era muy serio y formal”.
En el 2004 Pablo fue a su estudio para pedirle ayuda por un accidente laboral. Hablaron mucho, de un tema saltaron a otro y él le contó que quería casarse con su novia con quien había perdido un bebé. Silvia, quien estaba embarazada de su quinto hijo, lo aconsejó.
En el 2005 nació Martín. Silvia y Pablo seguían con sus charlas interminables. “Me encantaba hablar con él, me gustaba escucharlo y que me escuchara”, recuerda.
Pablo siempre encontraba excusas para ir a su casa, alguna duda, algún oficio, su amiga Brenda.
Por ese tiempo, Silvia y su familia tenían alquilada una quinta en Tortuguitas. “Pablo venía a visitar a Brenda y se quedaba charlando conmigo. Mis amigas me empezaron a decir que parecía muy interesado por mí”, relata. Cuando Martín tenía pocos meses, Silvia se separó de Manuel. La relación ya era irremontable.
Otra imagen del casamiento, del que también participaron los hijos más chicos de Silvia
El gran amor
El 2 de abril de 2006 sería el día bisagra de esta historia. Silvia estaba bañando a su bebé con Brenda cuando Pablo la llamó por teléfono. Tenían que coordinar con los testigos que tenían que declarar en el juicio laboral de Pablo. Quedaron en encontrarse en un bar de Belgrano. Hablaban tanto por teléfono que Silvia le dice en broma que la relación más que de cliente y profesional parecía de un amor platónico.
Pablo se la juega y le dice:
-¿Por qué tendría que quedar en platónico?
Silvia se rió de la respuesta.
Se encontraron más tarde en una confitería cerca de Cabildo y Juramento. Después de esa reunión, todo desembocó en una noche apasionada.
“Yo me dije: bueno puedo tener una aventura de una noche para sentirme viva. Terminamos en un hotel. Yo tenía 42 y él 23. Esa noche lloré en sus brazos… y me di cuenta de que estaba profundamente enamorada de un imposible. Con el correr de los días traté de poner fin a esa locura, sin lastimarlo. No pudimos”.
Al comienzo, todo fue clandestino. Silvia se preguntaba cómo iba a encarar el tema. ¿Qué iba a decir Sebastián el mayor de sus hijos que todavía estaba muy mal por la muerte de su hermana? Brenda ¿qué diría de su amigo con su mamá? Y su ex, ¿le haría la vida imposible?
“Brenda me dijo un día: Te veo mejor… Y entonces me animé y le conté. Le pareció bárbaro porque me veía muy bien. Te diría que fue Juan Manuel, que tenía 8 años en ese momento, el que más se opuso. Y Manuel mi ex pensó que era un pasatiempo mío y no creyó que fuera amor y me dijo: Vos estás sacando a un casi adolesdente de su casa, vas a tener problemas. Cuando se dio cuenta de que iba en serio se puso un poco loco, pero ¡hoy adora a Pablo porque se ocupó siempre de Martín!”, confiesa Silvia, “Enfrentamos todos los prejuicios. El mundo nos separaba y nosotros insistimos en ganar la batalla. Mi mamá me dijo: Preparate para lo peor. A la madre de Pablo no le gustó para nada el tema. Se me pusieron en contra. Ahora, tantos años después, ya está todo bien. Me quieren. Yo, que ya perdí a mis padres, le digo en broma, se tienen que aguantar a esta hija vieja… y nos reímos mucho”.
Pablo se incorpora a la charla y cuenta que “Decirles a mis padres que estaba con una persona más grande no fue fácil. Ellos ya sabían quién era porque ella me llevaba el juicio. La primera respuesta fue que cómo podía ser, que era mucho más grande y que tenía hijos, que podría ser mi madre… A lo que yo respondí que no era mi madre, que era la persona que yo había elegido para compartir mi vida y, un poco a la fuerza, lo tuvieron que aceptar. Yo no estaba pidiendo permiso, solo les estaba comentando mis sentimientos. De a poquito y con cautela Silvia se fue incorporando y la fueron aceptando”.
La familia ensamblada en una noche en un restaurante. Silvia, Pablo y los hijos de la mujer que aceptaron la relación
Se fueron a vivir juntos enseguida. Pablo trabajaba, es maestro mayor de obras, pero no ganaba demasiado. Pudieron juntar dinero cuando a Silvia le salió un trabajo de dos meses en Río Gallegos. Con eso lograron comprar un terreno con una casita. Silvia siguió con su estudio que hoy lo tiene en la calle Callao, en pleno centro de la capital.
Pablo se refiere al tema de la diferencia de edad: “No se trata de tener valentía, nosotros no le estamos haciendo mal a nadie. Muchas veces escuché comentarios, pero yo estoy bárbaro como estoy. El problema es del otro, no mío. Al otro le molesta, a mí no. Yo quiero terminar mis días al lado de Silvia”
Casarse de blanco con alguien dos décadas menor
Luego de cuatro años de estar juntos se casaron por civil y por iglesia. Silvia con 47 años y Pablo con 28 dijeron “Sí, quiero”, el 17 de abril de 2010, en la parroquia Jesús Misericordioso en Altos de José C. Paz.
“Contra todo pronóstico cumplí mi sueño de la niñez: ¡casarme por Iglesia y de blanco! Fue emocionante. Era mi primer vestido de novia. Fue una boda austera pero muy feliz. Hice que los chicos estuvieran vestidos iguales y con moño. La familia de Pablo estuvo, pero ni mi papá ni mi mamá ni mis hermanos quisieron venir. Sentían que era como una burla”.
Pablo quería un bebé, pero no pudo ser. Silvia tuvo su menopausia a los 47. Cada tanto, cuando a Silvia siente que él algún día podría arrepentirse de estar con alguien tanto más grande, la acosan los celos infundados. Pero él le dice muy serio y la tranquiliza: “Nunca jamás me va a interesar una mujer que no seas vos. Vamos a estar juntos hasta que me muera”.
Llevan ya casi 17 años de amor y 12 de casados.
Hoy Pablo es querido por todos. “Mirá qué ironía. Mis viejos no vinieron al casamiento, pero terminaron adorándolo. Mi papá tuvo un ACV en el 2013 y, ¡el que lo cambiaba a mi papá era Pablo! Se hizo cargo de papá y de mamá”.
Los casi veinte años de diferencia ya no parecen ser un problema. Le pregunto por el futuro. “No puedo imaginarme mi vida sin él. No nos imaginamos el uno sin el otro. Lo de la edad quedó tan en segundo plano… Él con sus 40 y yo con mis 59 años, con mil problemas, con días buenos y malos, con alegrías y tristezas, no pasa un solo día en que nos vayamos a dormir sin decirnos te amo”.