Fue una noche cualquiera de un fin de semana del año 2005, cuando Martín dijo que le dolía mucho la cabeza y se acostó a dormir temprano, antes de comer. Nadie le prestó demasiada atención. Habría tomado la noche anterior, habría estudiado demasiado para esa materia que le quedaba para terminar su posgrado en Derecho Tributario, habría estado mucho al sol en la pileta…
Un día más en una familia numerosa de 4 hermanos que vivía en Acassuso, provincia de Buenos Aires, Argentina: dos varones (Martín, de 26 y Juan Pablo, de 23) y dos mujeres (Sonia, de 21, María Clara, de 19).
Martín pasó molesto toda la noche. Se levantó temprano, muy mareado. Claramente estaba peor.
Era domingo y faltaban unas semanas para Navidad. Llamó a su novia desde hacía cuatro años, Sofía J. (26) y le dijo que suspendía la visita a la quinta de su familia. No se sentía nada bien. Refirió tener dolor en la nuca, náuseas y mareos.
Con Sofía tenían planeado irse de vacaciones juntos a Buzios, Brasil. Ella era maestra en un jardín de infantes de zona Norte; él trabajaba en un estudio de abogados. Enero, aunque solía ser más caro, era el mes que tenían disponible. Habían dudado en gastar parte de sus ahorros porque ese mismo año que estaba por comenzar tenían pensado mudarse a vivir juntos a un departamento que Sofía había heredado de su madrina.
Esto todavía no se lo habían comunicado a sus padres, era algo que solamente sabían sus amigos.
Una cirugía de urgencia
Esa mañana, su madre Cecilia lo vio tan dolorido que le dijo de ir al médico. Martín no se movió de su cama. Decidió llamar ella a la prepaga para que fuera un profesional a domicilio. A las dos horas llegó un médico joven. Un poco desorientado con los síntomas, le dio analgésicos y le dijo que si la cosa no mejoraba fuese a una guardia.
Cómo nada surtía efecto, su padre Fernando, después del mediodía lo subió al auto y lo llevaron a un sanatorio en pleno centro de la capital porteña.
Martín estaba tan dolorido que en el viaje en auto ni abrió los ojos. Lo atendió una doctora con acento centroamericano que lo revisó a conciencia. Decidió que lo mejor era hacerle una resonancia.
Martín bancó como pudo la claustrofobia y su dolor de cabeza. Mientras esperaban el estudio, sus padres notaron cierto revuelo médico. Gente de guardapolvo que entraba y salía con cara de preocupación del área.
Al rato llegó la noticia. Tenían que operarlo de inmediato, algo había estallado en su cerebro y había que descomprimir con urgencia para evitar males mayores. No había tiempo para interconsultas. Ese mismo domingo entró a quirófano apenas llegó el cirujano que llamaron de urgencia.
Nadie pegó un ojo esa noche. La novia, los padres, los hermanos, todos estaban en la guardia del sanatorio. Esperando y rezando.
Una buena noticia que duró poco
Cecilia y Fernando, desencajados. Sofía alelada, sin entender qué pasaba. Los hermanos alentando a todos que la cosa iba a salir bien.
Cuando el médico se asomó con media sonrisa, respiraron. Todo había salido bastante bien, había que esperar y ver que no pasara nada más en su cabeza y que no quedaran secuelas de la intervención. El profesional fue contenedor, creía que había zafado porque habían actuado rápido; además, el paciente era muy joven y deportista.
La recuperación fue óptima. Había sido un milagro. Sofía y Martín decidieron después de este mal trago anticipar el plan para irse a vivir juntos. Les urgía empezar una vida de pareja. Lo comunicaron y todos felices. El capítulo negro de salud lo creían cerrado.
Lo que nadie pensó ocurrió, más o menos, un año y medio después de lo relatado. Y no tuvo nada que ver con su cabeza. En unos chequeos de sangre de rutina le descubrieron algo serio. Consulta con un médico, luego con otro, hasta que terminó en un hematólogo quien le confirmó el diagnóstico: tenía leucemia.
Otra enfermedad grave en tan poco tiempo. Fue un golpazo que los dejó como pedaleando en el aire.
Martín dio batalla, pero esta guerra la perdió en muy poco tiempo. Antes de cumplirse un año de que haber recibido ese diagnóstico, Sofía quedó sola con sus sueños en el departamento que habían compartido.
“No podía creer lo que nos había pasado. Una vez, dos veces… mucha mala suerte. Durante la enfermedad de Martín me refugié mucho en su familia. Ellos sufrían a la par mía. Mi familia me entendía menos todo. Cuando murió, casi que querían que diera vuelta la página y que retomara mi vida, que conociera a alguien más. Tenían miedo de mi salud psíquica. Después de la muerte de mi novio no toleraban que yo siguiera yendo a comer con sus padres o para algún otro festejo. Me decían: ‘Ya tenés 29 años, no podés vivir como si fueras una viuda para siempre… No estabas casada, no tenés hijos… Retomá tu vida’. Pero yo no podía, necesitaba recordarlo y tenerlo conmigo de alguna manera. Por otro lado, sentía que no podía abandonar a sus padres solos en esta etapa de tanto dolor. ¿Cuánto tiempo duraría el duelo? No tenía la menor idea”.
No solo iba de visita, también se quedaba a dormir en la casa de los que iban a ser sus suegros…
El más contenedor de la familia, el más entretenido y disruptivo para recordar a Martín siempre había sido su hermano Juan Pablo. Entre Sofía y él se había generado un vínculo muy fuerte. Todos creían, incluidos ellos, que era amor fraternal.
Sentimientos encontrados
Pero lo que empezaron a sentir de hermandad no tenía nada. La atracción física empezó a tensar sus charlas. Una noche, después de que toda la familia de Martín se fuera a dormir, se hizo patente. Solo fue un abrazo largo, pero sensual. A cualquier testigo podría haberle parecido un gesto de consuelo por los diez meses que habían transcurrido desde la muerte de Martín.
“Esa noche yo me di cuenta de que me recorría una electricidad similar a la que había sentido con Martín. Ellos no eran parecidos físicamente, pero me generaban sensaciones parecidas. Al principio, lo confundí con angustia, soledad, nostalgia. Creía que extrañaba tanto a Martín que lo personificaba en Juan Pablo. Pero pasaron las semanas y empecé a pensar que claramente era otra cosa. Juan Pablo era tres años menor que yo, pero era muy maduro. Yo ya casi pisaba los 30 y él tenía 26. Trabajaba y se había recibido de ingeniero industrial. Un día su mirada me dijo que le pasaba lo mismo que a mí. Pero no podíamos ponerle voz a eso que nos estaba pasando, parecía un sacrilegio”, relata hoy Sofía.
Por momentos, ella se odiaba por lo que sentía, lo vivía como una traición a su novio muerto. Pero el sentimiento y el deseo estaban igual ahí, presentes.