El 17 de marzo de 1992, la tarde en Buenos Aires avanzaba como cualquier otra. La ciudad tenía los sonidos típicos de la mitad de quincena, con su tránsito habitual y algunas bocinas que obligaban a los peatones a acelerar sus pasos; otros caminaban apurados por las veredas angostas mientras en la esquina de Arroyo y Suipacha, la Embajada de Israel se alzaba imponente en su elegante edificio de estilo neofrancés. Allí, empleados administrativos, diplomáticos y visitantes realizaban sus tareas diarias sin imaginar que, en pocos segundos, todo cambiaría para siempre.
A las 14:42, un estruendo ensordecedor sacudió el centro porteño. Un coche bomba cargado con explosivos impactó contra la fachada de la embajada, desencadenando una onda expansiva sin precedentes. El estallido derribó muros, rompió vidrios en varias cuadras a la redonda y redujo el edificio a escombros en cuestión de segundos. El polvo y el humo oscurecieron la calle, y los gritos de los heridos se mezclaban con el sonido de las sirenas de los primeros bomberos, ambulancias y rescatistas que llegaban al lugar.
El atentado dejó 29 muertos y más de 200 heridos. Entre las víctimas había diplomáticos israelíes, empleados argentinos, transeúntes y religiosos que se encontraban en la iglesia San Marón, frente a la embajada. A más de tres décadas del ataque, los sobrevivientes siguen recordando el horror vivido y la impunidad que aún persiste. “La embajada voló por el aire con todos nosotros adentro”, contó Jorge Cohen al recordar el triste momento del que salió con vida. Su testimonio es uno de los catorce que forman parte Voces de la Embajada, un proyecto que rescata los testimonios de quienes sobrevivieron al atentado a la sede diplomática.
Alberto Kupersmid (56), sobreviviente del atentado, casado y con dos hijos, asegura que su vida se divide en “antes y después del atentado”.

Bajo el lema “Cada mirada tiene una historia. Cada historia merece ser contada”, el presidente y los directivos de AMIA, rendirán homenaje a las víctimas fatales y a las víctimas sobrevivientes
En un repaso de aquel 17 de marzo, recuerda que había llegado a trabajar al lugar donde había ingresado a los 18 años y que el ambiente dentro de la embajada era cercano y familiar. Todos los empleados mantenían una relación estrecha, lo que hizo que el horror se sintiera aún más devastador. La explosión no solo destruyó un edificio, sino también una comunidad.
Quien tuvo una especie de premonición de una tragedia fue Lea Kovensky. “Cuando llegué a la puerta de la embajada, sentí que algo malo iba a pasar. Lo asocié con las reparaciones que estaban haciendo, con los cambios en la dinámica de trabajo. Después, todo tuvo sentido”. Instantes antes de la tragedia, una sensación de incertidumbre invadió a algunos de los trabajadores. Sin embargo, nadie podía imaginar la magnitud de lo que estaba a punto de ocurrir.
“El coche bomba vino por Carlos Pellegrini, dobló cuando vio el espacio vacío. El embajador iba a almorzar como rutina. Subió las ruedas hacia la vereda, tocó con el portón y ahí explota”, repasa Víctor Nisenbaum, a los 57 años. El hombre ingresó a trabajar a la embajada a los 21 años y a sus 24 fue el atentado. “Hasta ese día de 1992 tenía una vida feliz, normal; en la que disfrutaba de mi familia y mis amigos. Iba feliz a trabajar todos los días”, recuerda los buenos vínculos con sus compañeros y asegura que su vida cambió rotundamente luego de ese atentado.
El dolor hizo que entre el grupo de trabajo los vínculos se fortalecieran. “Fue más entrañable. Hoy, sobrevivientes y familiares de las victimas, podemos decir, que somos casi una familia”, afirma.