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SE EQUIVOCARON GRAVEMENTE

Pasión XXX en pleno colegio: una mamá aburrida, un joven papá y una equivocación fatal

Él armó un “nido secreto” para sus encuentros. Todo fue maravilloso hasta que la bomba explotó de la manera menos pensada.

Pasión XXX en pleno colegio: una mamá aburrida, un joven papá y una equivocación fatal

La puerta del colegio puede ser un lugar desestabilizante desde todo punto de vista. Largas esperas con autos en doble fila, gritos de chicos que salen excitados, padres apurados, ómnibus escolares abarrotados con adolescentes que bajan y cruzan sin mirar, chismes de todo tipo, mochilas perdidas, un palo de hockey olvidado, alguien que dejó su celular en el aula, maestras que ponen la oreja a la queja de un padre o un preceptor que le recrimina a una madre la conducta de su hijo… A este mapa vertiginoso hay que sumarle la convivencia siempre difícil entre los grupos de padres y madres y los multitudinarios -ya generalmente silenciados- grupos de WhatsApp.

Todo eso sucede en pocos minutos a la hora de salida. Porque lo cierto es que, ni bien toca el timbre que indica el final del día, los padres llevan ya un rato en la puerta mirándose de reojo. Hacen tiempo charlando, criticando al resto o, incluso, matizan la espera con un café en el bar de la esquina.

En fin, nada nuevo bajo el sol en la vieja sociedad humana. Hasta que un día, en un exclusivo colegio inglés, estalló una bomba nuclear. Y lo que prendió la mecha fue un dedo clickeando send.

Lo cierto es que un día un “papá” de una compañera de su hijo mayor le llamó la atención. Estaban parados uno junto al otro, del mismo lado de las rejas verdes de la entrada del colegio. Sus brazos se tocaron por casualidad. Inés detectó enseguida el perfume que él llevaba puesto y sintió una corriente eléctrica. El tipo era espléndido. Tendría unos tres o cuatro años menos que ella. Nunca lo había visto antes. Conversaron dos minutos de pavadas. Se llamaba Gerardo y era el padre de Milena.

“Milena, repitió Inés, Milena…”. La tenía de cara, pero no era amiga de su hijo.

“Lo primero que pensé es que el nombre no le pegaba. Sonaba antiguo”, reconoce Inés, “Me contó que, por un tiempo, iría él a buscar a su hija porque estaba cambiando de trabajo y quería aprovechar para hacer lo que jamás había podido. Estaba divertido con esto de ir a la puerta del colegio. Lo que a mí me parecía un bodrio, para él era una aventura”.

A partir de ese día, las tardes para Inés se volvieron entretenidas. La idea de encontrárselo la motivaba.

Se descubrió nerviosa, cambiando de look y maquillándose más que antes. Base para tapar manchas, delineado en los ojos, se hizo un tratamiento para mejorar sus cejas y se alisó el pelo. Todo eso en pocas semanas. Estaba radiante. Ella siempre había sido coqueta, pero ahora se abrazaba a los artilugios de la belleza para adquirir seguridad. Ese hombre menor que ella le había encendido el horizonte. Por lo menos se levantaba entusiasmada.

“Nunca había mirado a alguien de menos edad que la mía. Estaba segura que él me vería vieja. Que no me daría ni bola. La puerta del colegio estaba que explotaba de madres jóvenes y lindísimas. No pensé jamás que fuera a fijarse en mí, pero ocurrió. De lo que más me cuidaba era del crecimiento de las canas. ¡Estaba segura de que verme la línea gris pegada al cráneo lo iba a espantar! Después de casi un mes de vernos casualmente bajo todos los climas, un día los chicos se demoraron en el campo de deportes y él me dijo de tomar un café en la esquina, para esperarlos más cómodos. No había nada que disimular, éramos padres en espera. Fui sin dudarlo. La electricidad seguía estando. Después me enteré que él experimentaba algo similar. Esa tarde pedimos dos cortados, yo un scon y él una medialuna. Gerardo estaba locuaz y empezó a contarme su vida. Era separado de su primera mujer, estaba en pareja desde hacía ocho años con la segunda, una chica abogada que tenía diez años menos que él. Milena, su hija, era de su primer matrimonio. En poco rato enumeró mil cosas que sentía que andaban mal en su pareja actual. Decía que ella, llamémosla Belén, no se llevaba bien con Milena, que la hija no quería quedarse en la casa de ellos porque decía que Belén tenía mala onda. Además, Belén estaba desesperada por quedar embarazada y, a pesar de intentarlo, no lo conseguían. Gerardo me reconoció que no tenía ganas de hacer ningún tratamiento y que ella lo presionaba demasiado con el tema. En fin, recitó un rosario de quejas. Yo por mi lado le conté de mi aburrimiento, de mis ganas de revivir y de olvidarme de los grupos escolares. De mi marido casi no hablé. Éramos dos descontentos con la vida tomando café con un chorrito de leche…”, se ríe con ganas Inés.

Ocurre lo imaginable

Si bien ellos disimulaban, algunas madres del colegio murmuraban por lo bajo. Inés lo sospechaba en sus miradas: “Que hablaran, me daba igual. Llegó un momento en que las detestaba. Mientras no tuvieran pruebas no pasaba nada”, asevera hoy.

A pesar de que mandaban a sus hijos a un colegio de supuesta moral estricta, ni Inés ni Gerardo eran religiosos practicantes ni nada que se le pareciera. Dicho esto, no es difícil imaginar que la cosa se puso espesa y, poco tiempo después, andaban pergeñando como verse a solas.

Gerardo tenía una oficina que alquilaba a terceros. Fue en esas mismas semanas efervescentes que su inquilino le comunicó que se iba del país en dos meses y que dejaría el alquiler. Gerardo inventó una excusa y consiguió que se lo devolviera antes. No podía haber ocurrido en mejor momento para ellos que ya se habían convertido en una caldera de emociones. La oficina se convirtió, en pocos días, en un refugio para los nuevos amantes. Espaciaron los encuentros en el colegio y las habladurías se detuvieron. Comenzaron unos largos meses de doble vida.

“No me cuestionaba nada. Quería ser feliz. Si tenía que separarme lo iba a hacer, pero no era el momento con los chicos en la primaria… Era consciente de la aventura, pero inconsciente al mismo tiempo. Eso de andar juzgando a la gente nunca me fue, así que no pensaba permitirme la preocupación de que pudieran juzgarme a mí”, explica.

Inés tenía a sus dos íntimas amigas al tanto de todo. Eran su contención. Ellas estaban alarmadas, tenían miedo de que la cosa trascendiera, sobre todo por los chicos. Sería un escándalo.

No pasó nada. El refugio funcionaba y era el desahogo perfecto. Se conectaban por WhatsApp. Estaban agendados con otro nombre y sin foto.

El mail equivocado

La tecnología sería la gran traidora de esta supuesta paz conseguida. Ambos estaban en los grupos de padres en el mail y en WhatsApp. Inés, con tres hijos, tenía tantos que era una pesadilla. Era un lío de nombres, mails y mensajes que iban y venían a toda hora. Reuniones con maestros, juntada de dinero para los cumpleaños, decisiones sobre el próximo viaje de egresados de séptimo grado, celulares perdidos, pedidos de socorro para repartir a los chicos… Si le dejaban volumen, el chat sonaba a toda hora.

A Gerardo le salió el proyecto de una obra importante en Colombia. Era una excelente oportunidad y tendría honorarios en dólares. Eso sí, implicaba estar por períodos de hasta 15 días en Bogotá. Inés lo extrañaba muchísimo. Hablaban por WhatsApp durante horas.

Un día de mayo, ella estaba reformando su dormi y quiso consultarlo. Gerardo estaba en Colombia. Inés le dijo que en vez de usar el WhatsApp le iba a mandar por mail los planos, le parecía más cómodo. Nunca había recurrido al mail para contactarse con él. Abrió su computadora, lo buscó en el grupo de padres, copió su dirección de correo electrónico o, en realidad… no sabe bien qué hizo. Lo cierto es que después de adjuntar los planos, escribió:

“Ger, amor, acá te mando los planos originales, ahí vas a ver la pared de la cocina que quiero tirar para unirla al living. ¿Los mirás por fi cuando puedas para decirme si hay algo que estemos haciendo mal? Sin apuro. Te extraño tanto que cuento los días para que vuelvas… querría estar juntos en Soler, prepararte el desayuno, hacerte el nudo de la corbata… y muchas cosas más que vos ya sabés jajaja. A la noche llamame que voy a estar sola. F. tiene comida del laburo. Besos de los nuestros.”

Y le dió al Send.

Bajó la vista, se sacó los anteojos de cerca y de pronto dudó. Algo no le cerraba. Volvió al mail y buscó en enviados, para… ¡Los destinatarios eran una larga lista de nombres y arrobas!

El mundo se detuvo. El de ella claro.

¡¡¡Había enviado el mail a la estratósfera escolar!!!

Hacía veinte segundos que se había autoinmolado.

Le temblaban las manos. ¿Podía detener ese misil? ¿Cómo? ¿Quién podía saber cómo hacerlo? ¡Quería un hacker ya! No tenía a nadie experto cerca. El frío le recorría la nuca. No podía dejar de mirar la inútil pantalla.

“Quería morirme, pero estaba ahí mirando la luz de la computadora sabiendo que en ese momento muchos ya estarían abriendo ese mail sin asunto. Por primera vez en mi vida, estaba en el horno de verdad”.

No hubo un solo comentario. Era la prueba más inequívoca de que todos habían leído el mail. Nadie diría nada. Era algo socialmente inaceptable. Ni siquiera la que más simpatía le tenía se iba a animar a llamarla para advertirle lo ocurrido. La negación pública del hecho sería proporcional a lo que se hablaría por lo bajo. Seguro que ya estaban todas/os en el teléfono.


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