¿Cuántos amores caben en una vida? ¿De qué clase de abismo está hecha la diferencia entre la fantasía de lo que nunca se concreta y la rutina del cariño diario y la casa compartida? A Jaime no le interesa, ahora sólo piensa en la manera de arrancar a Carla del confort de su matrimonio y de paso arrancarse a él del suyo para empezar de nuevo juntos. Siente que el amor de su vida es ella, que si esta vez se anima, va a esperarla hasta que se decida, porque imagina que su historia con ella siempre será verla y encenderse, volverse loco apenas mirándole los ojos grises.
La primera vez que se enamoró era casi un chico: tenía 25 años y fama de mujeriego. Era verdad que la mayoría de las chicas que le gustaban se rendían fácil ante sus encantos y también que en general no le importaba su suerte ni volver a llamarlas al día siguiente. Trabajaba en una empresa farmacéutica y debía algunas materias de la carrera, pero estaba lo suficientemente encarrilado económica y profesionalmente como para resultar un buen partido. A Mariana la vio pasar frente a su oficina y se quedó sin aliento. Hizo con ella su coreografía de siempre, pero no tuvo éxito: tuvo que ponerse muy creativo para conquistarla.
La razón por la que Mariana lo evitaba era sencilla: se dio cuenta sólo con verlo de que era mucho más joven que ella. Quince años exactos que en ese momento a Jaime le parecieron nada. “Insistí demasiado y después fue todo muy rápido”, cuenta a Infobae. Todo es todo: “Noviazgo, convivencia, casamiento y el nacimiento de nuestro primer y único hijo”.
Había pasado cerca de una década desde aquello y la familia se había consolidado, pero también la brecha de edad que los separaba: lo que al principio no significaba nada para Jaime, ahora que tenían 35 y 50 parecía insalvable. El sentía que llevaba una vida mucho más formal y cargada de responsabilidades que sus amigos y ella ya no estaba para seguirle el ritmo. Al final parecía que lo único que los unía era Manu, su hijo. Pero para Jaime, que había sufrido la separación de sus padres cuando era apenas mayor que Manu, el divorcio no era una opción bajo ningún concepto.
Vivían en una casa grande en un barrio privado y Jaime dejó su trabajo de oficina por un puesto como visitador médico, necesitaba algún cambio. En el curso de formación había aprendido las tácticas fundamentales del oficio: la más importante era generar un vínculo con los profesionales que visitaba. Esa era su idea cuando conoció a Carla, aunque no se le pasó por alto su belleza: “Rubia, figura perfecta y una sonrisa dibujada que invitaba a ser feliz aunque no quisieras”, dice.
Carla era nutricionista, atendía en Vicente López, por la ventana del consultorio se colaban el sol y el río, y el ambo –impecable y perfumado– la hacía todavía más linda. Jaime se presentó siguiendo el protocolo que había aprendido, le dijo que iba a estar yendo a visitarla y le mostró las bondades de su catálogo de productos. Ese día, también charlaron de otras cosas: ella acababa de ser mamá de su segundo hijo y el mayor tenía la misma edad que Manu. A Jaime le gustó saber que también ellos tenían la misma edad y que Carla vivía en un barrio privado muy cerca de donde él tenía su casa. Desde el primer momento hubo entre ellos una confianza rara, como si se conocieran de antes. Él trató de pensar en otra cosa cuando sintió las mariposas en la panza.
Era 2019 y Jaime se acostumbró a visitarla en su consultorio cada quince días. Un compromiso que esperaba ansioso, como si fuera una cita. Cada vez hablaban de más cosas con la excusa de las muestras de remedios. Cada vez se daban cuenta de que compartían los intereses, el humor y las ganas.
Hasta que, en el verano, a Jaime lo cambiaron de zona y dejó de tocarle el consultorio de Carla en el recorrido. “Entonces le mandé un mensaje para avisarle que ya no iba a ir a verla. Y ella me respondió: ‘¡Qué lástima! ¡Con la onda que habíamos pegado!’”. Fue el inicio de todo, o estuvo por serlo, porque en ese intercambio quedaron en ir a tomar un café, fuera del consultorio y con ningún pretexto más que verse.
No pudo ser: una semana más tarde se decretó el aislamiento obligatorio por la pandemia y, aunque los dos eran personal esencial, el mundo entró en otro ritmo y encontrarse no parecía lo más urgente. Al menos al principio. Sin embargo, no dejaron de cruzar mensajes, que se hicieron cada vez más seguidos. El ida y vuelta nunca subía el tono: se preguntaban por sus familias y si necesitaban algo, se contaban alguna historia del trabajo, se deseaban buena suerte y cambiaban consejos de cuidado. No subía el tono, no, pero tampoco se cortaba, como si hubiera un hilo que los dos se empeñaban en seguir sosteniendo.
Finalmente, en agosto, acordaron un encuentro. Fue después de que Carla le pidió amistad en Instagram. Jaime había visto una historia en la que ella decía que no estaba pasando por un buen momento y le escribió para saber qué le pasaba. Ella le dijo que era parte de un proceso largo y de mucho desgaste, que era largo para contarle por chat. Y él tomó el guante y le recordó el café pendiente.
Se vieron a los pocos días en un bar de Vicente López. Y otra vez fue como si se conocieran desde siempre. Los dos hablaron de sus crisis matrimoniales, del amor por sus hijos, de lo que soñaron y quedó en el camino. Hablaron con la misma confianza rara del primer día, pero con una intimidad mucho más profunda. Y se despidieron como amigos en la puerta del auto de ella, aunque desde ese momento su relación se transformó en otra cosa: “Ahí empezó el coqueteo, porque lo que también era obvio era que nos gustábamos”, dice Jaime.
Dos días después ella le contó que estaba yendo a un shopping cerca de su barrio a comprar unos regalos. El le dijo que justo tenía que cambiar una camisa. “¿Y si nos encontramos?”, propuso ella. No había cosas nuevas para decirse, se habían contado todas sus vidas apenas unos días antes. Pero hablaron sin parar, de nuevo hasta la puerta del auto de ella. “Ella seguía hablando y yo estaba callado mirándola, no podía dejar de mirarla porque me encantaba –dice Jaime–. Entonces le dije: ‘Me parece que estás hablando mucho’, le agarré la cara y le di un beso”.
Ya no pudieron soltarse. Él la buscaba por el consultorio y pasaban la tarde juntos en un hotel del bajo o caminando de la mano por el puerto casi sin preocuparse por las consecuencias. Se escribían a toda hora, como si vivieran juntos, aunque cada noche los dos se fueran a dormir con sus parejas. Comenzaron a pesarles cada vez más las cosas aparentemente intrascendentes: soñaban con ir juntos al supermercado a hacer las compras, ver a sus hijos jugando juntos en un pelotero, compartir un domingo mirando películas, las cosas que en la monotonía de sus parejas les daban tedio. Como no podían hacerlo, se mandaban fotos todo el tiempo: de sus chicos, de lo que cocinaban, de los paisajes de sus vacaciones. Lejos de ser un aliciente, eso también empezó a dolerles: la vida que fotografiaban para mandarse por chat era la vida que compartían con otras personas.
Jaime estaba enamorado, así que no lo pensó. Se fue de su casa a un departamento alquilado que terminó siendo el lugar de sus encuentros con Carla. Había tomado una decisión: quería que todos los días fueran con ella, pero en serio, y estaba listo para dar el paso. “Carla, para mí esto ya tiene gusto a poco”, le dijo una tarde, esperando que ella lo siguiera.
Lo que pasa con las decisiones que tomamos creyendo que el deseo del otro coincide totalmente con el nuestro, es que eso nunca es controlable. Y Carla fue clarísima: no estaba dispuesta a dejar a su marido, se llevaba bien con él, pese a todo, y no tenía intenciones de cambiar su estructura familiar, al menos por el momento. “Mi tiempo es éste y entiendo que los tuyos sean distintos –le dijo él, entre resignado y apostando a convencerla–. Te puedo esperar, pero ya no quiero esperar en un matrimonio que no me cierra”, le dijo. Ella lo apoyó, pero no se hizo cargo: lo que él hiciera con su pareja no era su asunto.
Un fin de semana, ella viajó a un congreso en Rosario y él le propuso acompañarla. Ese viernes comieron afuera sin cuidarse de las miradas ajenas y durmieron juntos por primera vez. Jaime sintió que en esa cama estaba todo lo que necesitaba, no quería que su escapada terminara nunca. Pero a la mañana siguiente, Carla recibió una llamada de su marido: el menor de sus hijos estaba enfermo, así que tuvieron que volver volando a Buenos Aires. Fueron doce horas de felicidad y a la vuelta ella también empezó a plantearse la idea de que la vida con Jaime pudiera ser real.
Decidieron presentar a sus hijos de modo casual, en un patio de comidas, y se sorprendieron viendo lo bien que se llevaban. Empezaron a hacer programas los cinco, siempre con bastante disimulo, mintiendo en todas partes para crear una ilusión que los sacara por un rato de su mundo clandestino. Y se ilusionaron mucho, los dos, aunque de formas distintas: Jaime se ilusionó y planeó el futuro casi obsesivamente; Carla también, pero sin que eso significara un proyecto fuera de sus charlas de enamorados. Sus hijos eran muy chicos y ella quería a su marido, y además se lo había dicho muchas veces y de muchas maneras, sobre todo con sus actos. ¿Qué les garantizaba, además, que si desarmaban sus familias para irse juntos eso fuera a funcionar? ¿No se iba a romper con eso la magia de su amor, que era un refugio para tolerar lo demás?
Jaime se puso demandante, le había dicho que iba a esperarla, pero la espera se le hacía cada vez más larga. Ella terminó diciéndole que prefería tomar distancia: “Tus tiempos no son los míos y no puedo vivir acorralada”, le dijo con firmeza. Como muchas otras veces, se bloquearon en el teléfono. Como muchas otras veces, él fue a buscarla al consultorio. No la encontró ahí ni tampoco cuando la llamó.
Unos días después lo supo por ella cuando finalmente lo atendió: se había ido de vacaciones con su marido en un intento por recomponer la pareja. Entonces, Jaime dijo basta. Primero, volvió a las andanzas: salió con todas las mujeres que pudo sin que ninguna le resultara ni remotamente interesante. Después pensó que lo mejor era volver a su casa, tratar de recomponer su pareja él también, estar más cerca de Manu que no había reaccionado bien a la separación. Cuidarlo para que no sufriera lo mismo que él.
No fue el final, porque, como muchas otras veces, volvieron a desbloquearse. Y apenas ver el nombre del otro en la pantalla de sus celulares los hizo salir corriendo a verse. Se prometieron, otra vez, que iban a pasar juntos y sin esconderse sus próximos cumpleaños. Y es que, en la promesa, el amor de Carla y Jaime todavía funciona y se despliega, aunque se vuelva tóxico cada vez que se enfrenta con lo cotidiano: es a otro a quien abrazan por las noches, es con otro con quien siguen proyectando las cosas chiquitas que al final son la vida.
Como amantes, y en la fantasía, cada encuentro sigue siendo perfecto y cada separación una agonía, ¿cómo renunciar a un amor idealizado, donde siempre se sienten “de 18 años”, sin responsabilidades, sin cuentas pendientes, con el único fin de quererse? Y a la vez, ¿cómo confiar en que esa pasión adolescente pueda sostenerse con la misma fuerza con la que, mientras tanto, sus matrimonios lo resisten todo? Es un dilema imposible que, por ahora, los mantiene pendientes del teléfono, a medias en todas partes, ausentes de sus vidas para poder responder el último mensaje. El dilema de un amor que a veces los agobia irremediablemente, pero todavía les devuelve el aire cuando vuelven a verse. Una pregunta constante que aún no tiene respuesta: ¿será que podrán elegirse? ¿será que querrán hacerlo?